Tan feliz que se le veía. Tan unida a su familia. Con sus vestidos de los
años 50 traídos a la modernidad, algunos imitando el estilo de Jackie Kennedy,
siempre maquillada y lista para salir. Catando vinos, riendo y paseando de la
mano de su esposo, el prestigioso medico, el doctor Eduardo Valder. Era ella,
Juanita Valder, quien ahora con unos años de más se sentaba a mirar el sol de
la tarde sin nada que hacer, con una tasa de café fría y amarga, recordando el
pasado, añorando sueños no cumplidos y esperando a que su esposo y única hija
regresaran a casa o al menos la llamaran para decirle que el trafico estaba insufrible
y tardarían en llegar. Cada día se había vuelto igual, sabia que era fin de
semana por que su hija Lucia Valder no hacia ruido al marcharse al instituto y
que iniciaba el Lunes, porque la casa quedaba vacía. Las únicas exhalaciones
que hacia durante su eterna estancia en casa eran suspiros. Ya no llevaba el
cabello lacio y planchado sobre sus hombros, no se ponía las perlas que su
madre le había regalado cuando se comprometió con el medico y su barniz de uñas
ya no estaba tan a la moda. Podría decirse que la mujer del aseo se vestía y se
veía mucho más presentable que ella. Su tristeza se había hecho más grande,
cuando su esposo empezó a dar conferencias por el país, pues había logrado un
gran hallazgo en el campo de las neurociencias y le requerían más a menudo, y
pues el doctor Valder se había negado a renunciar a su ardua labor en el
hospital; por lo tanto Juanita había pasado a otro plano, el del hogar y ya no
era digna de presentar en los eventos a los que asistían en la semana. Se
lamentaba no haber terminado su carrera. Hubiese sido magnifico estar en el
hospital entre pacientes, pensaba con melancolía. Siempre quiso ser pediatra,
pero cuando cursó pediatría se desilusiono al ver morir en sus manos a un recién nacido
y entró en una crisis que consiguió sacarla de la facultad, permaneciendo en
el pabellón de psiquiatría hasta que su esposo la encontró y empezó el romance.
Tal vez pensó que seria bueno ser una mujer promedio que se quede en casa a
cuidar a los hijos, verlos crecer y compartir con ellos, para ser una excelente
madre y darles una feliz infancia como la que tuvo en una pequeña ciudad del
sur del país. Pensó. Pero en realidad no había sido así. Antes de que su hija
naciera, ella bailaba y disfrutaba de la vida nocturna fuera con o sin su
esposo, pues las esposas de los médicos del hospital salían con frecuencia a
costillas de los sueldos hospitalarios. Juanita no era derrochadora, pues no tenía
la necesidad de depender de su esposo, ya que era la única hija de un
empresario de origen catalán y de una enfermera, que le dieron cuanto pudieron.
Cuanto añoraba su antigua vida, cuando se llamaba Juana Antonia Borell Ripoll-Rizo
y disfrutaba de los pastizales de su vieja granja en Portland, donde aún era
independiente y tenía autonomía sobre ella misma.
-¿Qué podría decir de mi esposo?, bueno, es un
hombre trabajador, amoroso, muy dedicado a su trabajo, es… algo molesto a veces
que no este en casa. En si es un buen padre. ¿Me lo preguntas?, claro que aún
lo amo, ¿Por qué debería de dejar de amarle? No, definitivamente no, Eduardo
solo me quiere a mí. Lo sé, lo sé. A todas no nos tiene que pasar eso, porque a
ti te haya pasado, no sig… perdón. Olvido que no debemos tocar ese tema. No te
vayas, quédate a cenar, preparé algo. Está bien nos veremos después.
Su hija ni la determinaba, Juanita alguna vez
creyó que solo era un útero y ya, nada más. Su hija era muy buena en el
instituto y lo único semejante que tenía era su sonrisa, el resto de Lucia era
el vivo retrato de las mujeres de la familia Valder. Los Valder, que familia tan
dispareja. Una familia aristócrata de creencias políticas de principio de
siglo, con un solar enorme, donde cada fin de mes, el desfile de vestidos y
pavas de todos los estilos adornaban el pasillo donde se sentaban a conversar.
Su suegra no hablaba, una cirugía de tiroides había destruido uno de los
nervios que les daba vitalidad a sus cuerdas vocales y solo mediante ademanes y
pequeñas sonrisas lograba trasmitir a su progenie cuanto pensaba, y aunque
alguno que otro sonido gutural se escapaba, la familia viraba la atención a
ella, esa mujer que los había criado sola, sin dejar atrás su posición social,
pues su esposo había fallecido cuando cabalgaba de noche por los linderos del
solar.
Un cero a la izquierda era más poderoso que ella.
Sin un detalle, sin ya una caricia o insinuación de su tan ocupado marido,
pasaba su deplorable existencia entre los diplomas, libros y fotografías familiares.
Tenía presente cuantos días habían pasado desde la ultima vez que su doctor la
hubiera examinado, cuantos días exactos habían pasado desde que dejo de
despedirse con un beso en la boca a un beso en la mejilla, luego un beso en la
frente y terriblemente un adiós desde la puerta de la habitación. Una tarde
empezó a fumar y así mitigó un tanto su soledad, luego empezó a beber cada una
de las reservas de vino, y después dejo de maquillarse y usar los vestidos de
diseñador. Parecía una deplorable anciana que no se asomaba a los 40 años, con
una bata salmón que le cubría el pecho y dejaba entrever unos muslos que habían
podido ser de exhibición. Con ojeras y unos cuantos cabellos rubios cubriéndole
uno de sus ojos, preparaba café para todo el día y lo tomaba amargo, sentada en
esa silla mohosa de tanto humo exhalado en ella. Se rascaba la cabeza con
amargura y se espantaba una que otra mosca que se le acercara a su cabeza. Parecía
inerte. Un ente. Y vio con desilusión como sus amigas ya no la invitaron más a
departir.
Se preguntaba vehemente cada tarde, cuando
despertaba de su sueño inducido por los fármacos recetados por su esposo, que había
hecho mal y como salir de ese agujero negro que llamaba vida. Y comenzó a
pensar en acciones oscuras, algo que una mujer de su clase no haría, en cosas
que ni cuando estudiaba medicina se le pasaron por la mente. Su marido era el
culpable. Su marido la había absorbido. Su marido nunca le dio su lugar y solo
era un útero, únicamente utilizada para concebir.
Un día cualquiera, preparó café negro, se puso una bata blanco, se pintó los labios, se trenzó el cabello y se sentó en una silla de la sala frente a la puerta de entrada, tomó sus cigarrillos y empezó a fumarlos uno a uno, esperando que fueran las 7 de la noche. Apagó la luz y solo el rojo de su cigarrillo se iluminaba mientras aspiraba grandes bocanadas que incrementaban su determinación a hacer lo que iba a hacer. Pasaba las 7 y 30, las luces del automóvil del doctor resplandecieron la sala al entrar por el gran ventanal con motivos católicos. Escuchó como la puerta eléctrica del garaje se abría, dándole paso al automóvil que se detuvo antes de chocar con la pared. Había sido un día arduo de cirugías y de consultas de pacientes y el doctor solo tenia en su mente cenar y dormir, pero no dormir para siempre. Así que sacó las llaves de su portafolio y abrió la puerta de su casa, donde hallaría a su amada esposa. Juanita aspiró el humo del cigarrillo, miró como su esposo abría la puerta y se posaba en medio de esta, deshizo su carrizo sacando una pequeña arma que escondía celosamente. Hola amor, pronuncio con desprecio, propinándole tres impactos de bala en su frente. El cuerpo del medico cayó impactando el piso de cerámica. Y la sangre emanó de su frente como un nacimiento de un río, haciendo una gran mancha e impregnando el ambiente de un hedor a hierro. Juanita le cegó la vida a quien le dio vida, tras encontrarla en el psiquiátrico. Cuando los vecinos acudieron tras los ruidos en la casa Valder, vieron a Juanita con el arma en una mano y en la otra un cigarro fumado a medias, mientras farfullaba que era libre. Tanto deseo su antigua vida, que en el mismo pabellón psiquiátrico donde vio por primera vez al doctor Valder, pasaría el restó de su vida, añorando jugar en la granja de Portland donde pasó su infancia.
Un día cualquiera, preparó café negro, se puso una bata blanco, se pintó los labios, se trenzó el cabello y se sentó en una silla de la sala frente a la puerta de entrada, tomó sus cigarrillos y empezó a fumarlos uno a uno, esperando que fueran las 7 de la noche. Apagó la luz y solo el rojo de su cigarrillo se iluminaba mientras aspiraba grandes bocanadas que incrementaban su determinación a hacer lo que iba a hacer. Pasaba las 7 y 30, las luces del automóvil del doctor resplandecieron la sala al entrar por el gran ventanal con motivos católicos. Escuchó como la puerta eléctrica del garaje se abría, dándole paso al automóvil que se detuvo antes de chocar con la pared. Había sido un día arduo de cirugías y de consultas de pacientes y el doctor solo tenia en su mente cenar y dormir, pero no dormir para siempre. Así que sacó las llaves de su portafolio y abrió la puerta de su casa, donde hallaría a su amada esposa. Juanita aspiró el humo del cigarrillo, miró como su esposo abría la puerta y se posaba en medio de esta, deshizo su carrizo sacando una pequeña arma que escondía celosamente. Hola amor, pronuncio con desprecio, propinándole tres impactos de bala en su frente. El cuerpo del medico cayó impactando el piso de cerámica. Y la sangre emanó de su frente como un nacimiento de un río, haciendo una gran mancha e impregnando el ambiente de un hedor a hierro. Juanita le cegó la vida a quien le dio vida, tras encontrarla en el psiquiátrico. Cuando los vecinos acudieron tras los ruidos en la casa Valder, vieron a Juanita con el arma en una mano y en la otra un cigarro fumado a medias, mientras farfullaba que era libre. Tanto deseo su antigua vida, que en el mismo pabellón psiquiátrico donde vio por primera vez al doctor Valder, pasaría el restó de su vida, añorando jugar en la granja de Portland donde pasó su infancia.