jueves, 6 de enero de 2022

Cuarenta Unidades de Tiempo.

 Todo empezó un jueves, día de San José. Al terminar la eucaristía, el padre en el púlpito, con voz grave pero atemorizada, aconsejó comprar lo que más pudiéramos en el mercado, pues tiempos difíciles se avecinaban y aseguró que las Iglesias iban a estar cerradas por un largo tiempo. La viejita más rezandera se persignó tres veces frente al crucificado de dos mil años y se unió a la procesión que abandonó el templo en silencio. La iglesia se vació al instante, así que aproveché para rezar en compañía de las miradas de la Trinidad y el gorjeo de las palomas. El sacristán por poco me deja encerrada, pero alcancé a terminar cuatro misterios antes de que me pidiera que me fuera. 

 

Entré al mercado que se encontraba atiborrado de compradores peleando por la última paca de papel higiénico, el último bidón de hipoclorito y las últimas bolsas de leche. Todo un espectáculo que no merecía ni una mirada lastimera, pues el pánico hace que las personas adopten una faceta frívola con sus semejantes. Sentí el terror a mi alrededor, no era ni quincena ni fin de mes y ya quedaba pocos víveres en los anaqueles. 

 

La gobernadora departamental había hablado el día anterior, informando sobre el toque de queda y los protocolos de seguridad. La noticia la repitieron una y otra vez, por si algún despistado, incluyéndome, no se daba cuenta de lo que se avecinaba. A los noticieros no les bastaba con mostrar los muertos de nuestro país, como para mostrar los muertos de otros lugares.

 

A las ocho de la noche sonó la sirena de bomberos, dio tres alaridos eternos que opacaron el sonido del teléfono. Al segundo llamado corrí a contestar. Era mi hijo. Al escuchar su voz me llené de una paz inconmensurable. 

¡Feliz cumpleaños! —le grité.

Cumplo el lunes, Ma.

¿El lunes me llamas para felicitarte?

Haré lo posible.

 

Mi hijo el biólogo, de cuarenta años, más parecido al papá que a mí, hace dos años que se fue a la selva y yo no he sido capaz de recordar el nombre del lugar. Esa selva, en lo más recóndito de Guainía. Lejos de todo y de mí. Me contó sobre cómo iba en su investigación y hablamos de la pandemia. Yo no podía entender cómo un virus que no tiene vida pudiera provocar tantas muertes. 

—Cuídate mucho, mi niño— Le digo mi niño, así sea un cuarentón. 

—Tranquila, Ma, que aquí no llega ni Dios ni la Ley y mucho menos ese virus. 

 

La noche del jueves empezó con una brisa suave y melancólica. Así fue la primera noche de toque de queda, la primera noche de zozobra y la primera noche sin papel higiénico, hipoclorito y leche en los anaqueles del mercado. 

 

La luz de la mañana del viernes se filtró por la ventana hasta tocarme la cara. Me senté en la cama mirándome las uñas de los pies con el barniz roído. Pensé que me había quedado sorda porque no escuché ni un radio, ni el más mínimo sonido musical, como si todos hubieran muerto durante la noche o caído en un hechizo como la Bella Durmiente. Pasaron varias horas hasta que el murmullo de los vecinos me hizo asomar entre las cortinas y comprendí el porqué del infame silencio. Un señor atemorizado por las falsas noticias y su mala interpretación de las sagradas escrituras, había decidido incendiar la torre de comunicaciones, con tan mala suerte que la torre cayó en la central eléctrica y dejó sin energía a la mitad del pueblo, al barrio, a mi casa y a mi nevera. A mi nevera sin leche porque ya no había ni una bolsa desde el jueves. 

 

El fin de semana fue más gris de lo esperado. No llovió, pero bastó con el bochorno como para bañarme tres veces. Gracias al cielo había agua porque esa no se puede incendiar. 

 

El lunes mi hijo cumplió cuarenta años y no le hice un pastel como las treinta y nueve veces anteriores. Lloré por primera vez en el año. Un llanto amargo y taciturno, entre recuerdos y anhelos sosegados, en una apacible soledad, acurrucada en la colcha de retazos. 

 

El martes era mi día de salir a mercar. Como si fuera un soldado en campo de guerra, me puse una máscara negra que hice con tela, una esclavina y unos guantes. Todo el ajuar para salir a combate. Me deslicé por las calles vacías hasta la puerta del mercado, donde aguardaba un guarda con aspecto de orangután. Le mostré mi cédula como santo y seña. Miró con desdén el último número. 

—Tres. Siga. Lávese las manos.

Lo odié. No me gustó el tono en que pronunció lávese, como si yo estuviera infectada, como si fuera una refugiada de Agua de Dios.

 

Dentro del mercado las cosas no fueron mejor. Los cajeros tenían traje de astronauta, en el suelo había marcas con pintura amarilla que indicaban dónde pararse, no había canastos y yo no había llevado la talega. De repeso el olor a cloro me hizo estornudar y todos los números tres voltearon a verme. Sí, fui yo, la de la peste bubónica. En ese momento anhelé tener a mi hijo acompañándome, pero él es un cuatro. El orangután no lo hubiera dejado entrar. Hice la fila y me paré sobre la línea amarilla. Cada artículo fue bañado en alcohol por el astronauta y usé la esclavina como talega. Me la colgué de los hombros como un ropavejero y salí espantada.

 

Los días pasarón con lentitud extrema, como si cada uno fuera solsticio de verano. La vida siguió sin energía, sin leche, sin saber nada de mi hijo y sin decirle feliz cumpleaños. Pero había agua. Dios aprieta, pero no ahorca. Cada día no había más gloriosa recompensa que retirar el polvo de las gavetas de la cocina, ordenar los platos del bifé o limpiar las rendijas de los azulejos del baño. Excepto el martes, día de mercado y de retirar la hojarasca que se acumulaba en el antejardin. 

 

Una madrugada desperté con un fuerte dolor en la boca del estómago, un vacío que no pude zafarme con masajes ni con clemencias celestiales. Caminé a tientas hacia la cocina, me tomé un sorbo de agua que me ocasionó una fuerte punzada hasta tumbarme en el piso. Fue la segunda vez que lloré, pero esta vez en el suelo de la cocina. Me sentí morir.

 

Una parvada de loras pasó encima del techo y me desperté del soponcio para darme cuenta que ya no tenía comida. Suspiré. Me vestí para la guerra. Tapabocas y guantes y me lancé al mar de viriones. 

Hoy es cinco. Vuelva el martes— dijo el orangután frente a la puerta del mercado.

—Vendame una manzana.

Ya no hay frutas.

—¿Y leche?

—¡Ja! Mi señora hágase a un lado y deje pasar a los cinco.

El orangután no me iba a dejar pasar. Caminé por el centro buscando otro mercado y para aumentar mi suerte, me fui de bruces con la policía. No me multaron de milagro y me hicieron devolver para la casa, sin antes darme una cátedra de los síntomas que debía saber para acudir al hospital.

 

A mi edad, el orgullo es soberbia y la soberbia no me iba a quitar el hambre. Sin conocer el nombre de la vecina, le pedí una panela prestada hasta el martes. Me la regaló y no acepté. Ella insistió y para desviar la conversación le pregunté qué día era. Tres de mayo, me dijo. Tres días para ir al mercado. 

 

Puse a hervir agua y metí la panela. Mientras se hacía el aguapanela, entre al cuarto de mi hijo. Era el único lugar que no había ordenado durante el encierro. Pasé la mano por sus libros y noté uno grande y rojo. El pequeño Larousse Ilustrado de 1958. Había pertenecido a mi mamá, luego a mí y por último a mi hijo. Lo abrí y busqué una palabra que me estaba carcomiendo. La leí.

CUARENTENA: Conjunto de cuarenta unidades de tiempo: días, meses, años, etc.

Cuarenta. Como la edad de mi hijo. Como los años de viuda. Cuarenta días encerrada. Me pregunté si sería capaz de soportar cuarenta meses o años más. Cuarentena. Cuarenta antenas y aquí ni una. Cuarenta unidades de tiempo. 

 

Los golpes en la puerta me sacaron del ensimismamiento. Había nubes grises dentro de la casa. Empecé a toser y una masa pegajosa se deslizó por mi garganta. Llegué a la puerta dando tumbos sin saber si era de día o de noche y si aún estábamos en mayo.

—¡Vecina! Mire el humo, ya iba por los bomberos. ¿Es que no huele el olor a quemado? 

 

No lo olí. Estaba desorientada. Sentí una punzada en el pecho y se me hizo difícil hablar. Todo se quedó oscuro como el hollín. Tenía el virus. Lloré por tercera vez y pensé cuantas unidades de tiempo me faltaban para dejar de respirar.

 

 

Oscuridad.

Le gustaba mirar a la oscuridad. Tenía el deseo de ver moverse a alguien en medio de las tinieblas. Pensaba que si alguien se movía, era uno de esos demonios que acecha sus más terribles pecados. En medio de la oscuridad, esperando a que cayera del abismo para devorarlo rápidamente.