domingo, 31 de mayo de 2020

Trans-bambalinas.

Una noche querendona, trasnochadora y morena cuando era interno de trauma en el gran hospital de la carrera cuarta, una mujer interrumpió en la sala, dejando la huella de su mano ensangrentada como símbolo de su paso mortal. “Me hirieron” gritó la mujer. Yo era el interno mayor así que era mi responsabilidad revisarla y dar aviso al cirujano de turno en caso de ser necesario. La mujer tenía una herida penetrante sobre el hombro izquierdo, muy cerca del territorio de la arteria subclavia. Sangrada a borbotones y con cada inhalación dolorosa se evidencia la angustia por su vida. Mientras informaba al cirujano sobre el caso, el guardia del hospital, como protocolo institucional, le pregunta sus datos a la recién llegada. Escuché su conversación, anotó el nombre para abrir la historia clínica y cerca de ellos y equidistante a mí se hacía también una charla entre los estudiantes de otra facultad quienes susurraban que la mujer había robado a uno de ellos unas noches atrás. Un “se lo merece” acompañado de algunos adjetivos propios de la ira, se escucharon. Es que a veces a los médicos se nos da por ser jueces y empezar a juzgar los actos de los pacientes que sin duda alguna no tienen ningún objetivo clínico y rebasa nuestro deber y hacer. 


Recuerdo el nombre que la mujer me dijo, Vanessa. Una mujer alta, de cabello cobre mal implantado, de ojos fuertes, con un pecho abundante, manos poderosas y piel sudorosa con góticas que se mezclaba con el maquillaje y la sangre de su herida que salpicaban su ser como la lluvia en el cristal tras la huida azarosa desde la carrera 7 hasta la 4. Sentada en el aséptico lugar, con el temblor en sus dedos, el susto en la boca y la mirada temerosa, me dio su cédula y puede leer su verdadero nombre, su edad, su sexo y la foto que se tomó a sus 18 años. “¿Como quiere que la llame?” Le pregunté. “Vanessa. Ese es mi nombre”. Dijo con orgullo y se calló abruptamente cuando sus congéneres la miraron con un recelo vaginal. El cirujano llegó y la examinó primero con la mirada inquisidora y luego con la mirada médica, ordenó una radiografía y solicitó ingresarla al quirófano. A pesar de no estar en un estado de emergencia y el colapsó de los quirófanos por cirugías atrasadas, a la mujer le tocó esperar su turno. A Vanessa le ayudamos a desvestir, le ayudamos a retirar su cabello, sus implantes mamarios, un vestido negro, le lavamos la cara y quitamos el barniz rojo de las uñas. Se quedó en un calzón de corazones cubierta por un traje azul para cirugía, nuevamente chuzada pero esta vez para poner suero y analgésico. Había entrado como una mujer herida y ahora en la camilla se veía a un hombre asustado, absorto por tantos temores y a punto de ser llevado a cirugía. En la historia clínica quedó el nombre con que sus padres lo registraron, el nombre que aparece en su diploma de colegio, el que lleva en su cédula y con el que no se identifica, pues el nombre de Carlos seguramente le trae tantos recuerdos de una adolescencia triste, solitaria y discriminada por su hablar y sus ademanes femeninos. Los insultos que un día le hicieron llorar hoy le hacen sentirse orgullosa de si misma y de su glamoroso nuevo nombre que dice a sus clientes nocturnos que buscan un momento de amor. Vanessa, una mujer trans trabajadora sexual en las calles del centro de Pereira.

Vanessa salió del quirófano con una sutura en su hombre y vendajes blancos como su tez, sin complicaciones en su paso por el bisturí. Pero lo terrible de la noche aún empezaba pues el cirujano indicó “dejarle en observación”, dejarle! Incluyente pero sin género, sin sexo, sin pene, sin vagina, sin Vanessa, sin Carlos. Sabiendo que Vanessa se identificaba como una mujer y yo reconociendo que una mujer trans es una mujer real, seguía redactando la historia en femenino, desde su ingreso a trauma hasta las órdenes de observación. Así que antes de guardar la historia clínica para hacer efectiva las órdenes, me acerqué a ella nuevamente y le pregunté en qué sala quería estar. Sala de hombres o sala de mujeres. Su voz triste increpó a mi pregunta, como si fuera una ofensa, como si nos conociéramos desde el colegio: “Yo soy una mujer”. Y antes de dar guardar, la deje en sala de Observación de Mujeres. 

En los hospitales no hay nada más peligroso que un chisme, el chisme se esparce logaritmicamente y no respeta los servicios médicos, así que al dar “guardar” a la historia clínica de Vanessa, las jefes de enfermería llegaron como buitres tras la carroña. El grupo protestante femenino compuesto de enfermeras e internas se formó al rededor del escritorio, discutiendo sobre el porvenir de Vanessa. “Es un hombre! No es mujer! Que van a decir las demás pacientes cuando la vean entrar al baño! Los hombres se van a burlar de él! Un hombre no puede estar en la sala de mujeres.” Estigmas, prejuicios, acusaciones peyorativas y discriminatorias iban y venían y Vanessa detrás de las protestantes, observaba con terror y sentía cada frase como una puñalada. Discutimos acaloradamente, pero al final les dije: Vanessa es una mujer y se queda en la sala de mujeres. Sabía que era lo correcto, sabía que la ley la respaldaba a ella, sabía que una mujer trans es una mujer y de eso no me cansaré jamás de repetirlo. 

Vanessa fue llevada a la sala de mujeres, se trató como una mujer, en las historias se puso mujer trans y por un instante esta mujer pudo sentirse como lo que es, una mujer real. Ese día aprendí que mi condición de hombre y de médico no puede vulnerar la identidad de una persona, que la re-victimización la puede hacer hasta el más educado y que cumplir la ley y hacer feliz a alguien no es cuestión de género. 

Las mujeres trans son mujeres reales, no hay discusiones. La identidad de género que debería ser una enseñanza básica para cualquier persona, evitaría tener discusiones que lastimen otra vez y más a tan vulnerada vida de un hombre o de una mujer trans, porque el ser hombre o ser mujer va más allá de tener un pene, una vagina o un útero, ser XX o XY, usar o no falda, maquillarse o sentir deseo sexual por su mismo género.  Vanessa como otras mujeres trans son violadas, son atacadas, son humilladas, son discriminadas, son llevadas a un mundo de hampa y algunas tienen que recurrir al trabajo sexual que las hace vulnerables a maltrato, abuso, enfermedades y asesinato. El estigma social contra este colectivo es impresionante y bastante cruel, desde la asignación de un cuarto con hombres-cis o mujeres-cis hasta negarles la atendidas  por ser portadoras de VIH. Vanessa y así Alejandra, la mujer trans trabajadora sexual, VIH positivo que murió hace un par de días en una localidad de Bogotá en un caso de negligencia, las mujeres trans te piden que no violes su dignidad, que no propagues el odio, que las dejes ser felices y qué hay más allá de hombre y mujer, que dejes de discriminar y sentirte superior por pertenecer a la favorecida mayoría. 

“Podrán cortar todas las flores, pero nunca detendrán la primavera”.

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