sábado, 25 de diciembre de 2021

Majo

 Majo, Majotlan. 

Durante este mes de diciembre, y en vísperas de mi aplazada partida a España, que ha dado tantos rebotes como pelota en el marco, tuve la gran oportunidad de comprartir con mi sobrina, más allá de una ida al parque, una cena o un corto saludo después del trabajo. Empezaré con la típica frase que usan las personas cuando exaltan a alguien querido, “no es porque sea mi sobrina pero…” Majo es adorable. Sería una definición corta pero concreta de lo qué es esta niña.

Majo tiene 7 años, su cabello es largo y de un castaño brillante, su piel es bronceada y tiene ojos grandes y como la canela. Es una niña linda, que le gusta las historias que cuenta su mamá, mi hermana. Es una niña que desea dar todo lo mejor, intenta ser lo mejor y se adapta fácilmente a las circunstancias. Majo a crecido rodeara de amor y muchas comodidades, un privilegio del cual estamos conscientes y nos alegramos que tenga una infancia feliz, tanto o mejor como la que tuvimos su hermana y yo en el campo.

Compartir estos días con ella, me dio a entender la dinámica de los niños, más allá de los procesos fisiológicos o patológicos. Cuando estábamos en la fila para pagar alguna compra, Majo se deslumbraba de los objetos a su alrededor y en medio de trueques y promesas con su madre, lograba uno que otro dulce. Ahí es cuando mi furor médico se emocionaba haciéndole entender, eso creía yo, que ciertas cosas no eran buenas para su salud. Y empezó una acalorada dinámica de la que poco a poco tuve que rendirme. Una tóxica mezcla entre ansiedad, temor de la pandemia y conocimiento médico me catapultó a criticar cada una de sus acciones: No toques eso, lávate las manos, no cojas eso, eso tiene mucho dulce, eso es solo azúcar, esto tiene rojo 40, no es sano, súbete el tapabocas, no, no y no. Mi hermana no me restringía, pero en un instante en la cena de los días siguientes, después de un pequeño discurso sobre el exceso de sodio en unas cajas de galletas, mi hermana le pregunta a Majo que si su tío es muy regañón. Majo me mira y luego le responde: a veces. Mi corazón sintió tristeza. Sentí que protegerla y esperar a que no se enfermera, estaba cohibiendola. Le dije que lo hacía por su bien, pero que no iba a ser tan canson.

Mi niña, la que ama las rimas, a la que le gusta jugar a las amigas con su tío de 32 años, me daba una enseñanza gigante. Con mesura aprendí que por más que yo quiera que algo ate bien, depende del otro. Y eso a veces lo olvido. Espero no hacerlo nunca más. 

Ese mes de diciembre, la vi reír de felicidad, asombrase, sentirse cansada y más fuerte que nunca, ser modelo, ser nadadora, comer dulces y frutas, ser valiente y temerosa, soportar las bromas de su tío, ver TV,  jugar a la maestra, viajar y soñar. Y sobretodo, me dio la oportunidad de verla crecer, como nunca lo había hecho. 

Cuando mi querida niña, sea mayor, cuando la adolescencia la enmudezca y quiera tomar sus decisiones, deseo que recuerde a su tío, el que le hacía rimas en la piscina, el que siempre estará para ella, el que la ha socorrido y el que la protegerá. Me gusta pensar, en un día como hoy, que cuando yo no esté o yo no pueda verla crecer, haber tenido el placer de ayudar a tener una infancia un poquito feliz. 

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