viernes, 25 de junio de 2010

MI ABUELO

Mi abuelo y sus Hermanos

M
i abuelo Nicolás no había vuelto a ser el mismo de antes, desde aquella tarde en que se sentó al sol y sus rayos tocaron su alma, haciéndolo danzar sobre la banca afuera de la casa. Decía que mi abuela lo llamaba en los susurros del viento, invitándolo a viajar con ella, a su eterno encuentro sobre el lecho de un mar de estrellas. Toda su vida la había pasado tratando de esconderse de sombras que bailaban en las paredes, apagando cigarrillos bajo el cielo gris, huyendo de las abejas que con sus zumbidos en voz alta le impedían soportar estar en contacto con las flores, viviendo sueños despiertos y durmiendo realidades. Hablando de cuanto acontecimiento se enteraba o escuchaba mientras caminaba rumbo a la plaza. Se alarmaba al ver a los hombres vestidos de capa blanca que llevan la muerte encerrada en un camión, que descargaban su inmundicia y exhibiéndola para el deleite de los mejores necrófagos. De hecho el nunca había sido una persona muy cuerda, pero estábamos acostumbrados a sus ocurrencias; pero después de aquella tarde, mi abuelo cambió. Se sentía más pequeño y se quejaba de que los zapatos se le saldrían algún día de sus pies si caminaba más rápido de que la ropa que usaba era de un gigante y que no quería que el sol entrara más a la casa. Pero en mi familia que habíamos crecido bajo la influencia de la clase social, del poder maquiavélico que podían tener los rumores, de las tristezas y glorias pasajeras, de suicidios silenciosos, de soñar sueños a distancia, de reír en la oscuridad y llorar bajo la luz del amanecer, ignorábamos el grito de despedida que susurraba a escondidas mi abuelo. En casa solo vivíamos pocos, los que nos habíamos negado a luchar contra el gobierno de cruces y difuntos o los que aun no apretábamos el nudo de la soga para colgarnos como viejas manzanas podridas. Desde que era pequeña, me enseñaron el amor a la patria y defender mi estirpe; papá decía que eso no era para mí, que yo me convertiría en una dama que llevaría con honor el apellido de la familia y no un burdo soldado que degollara a cuanto ser vivo estuviera en contra del gobierno, pero yo le seguía la corriente a los delirantes trinos que envolvían cada uno de los rincones de la casa. La guerra me había dejado crecer sin padres, ellos hacían parte de las miles de alamas que se peleaban por ser parte de la tripulación que Caronte conduciría por el Hades; pero con mi abuelo, mi tía Lucia y los fieles empleados, Alcira y Gustavo, que habían llegado la noche en que mis abuelos se casaron, me bastó para conformar mi familia. Protegidos por los muros alrededor de la casa, observábamos como la muerte desfiguraba a la nación y de vez en cuando nos manchaba las paredes con su visceral despojo. Mi abuelo se paraba frente a la puerta principal esperando a que alguien se atreviera a sobrepasar la barrera que nos separaba de ese holocausto que pedía ayuda sin cesar, y aunque en esos momentos no musitaba palabra, su fuerte espirito y tenacidad le bastaban para hacernos entender que estábamos seguros y no pasaría nada, por lo menos por esta vez. Fui creciendo, pero con ello la soledad y el abandono, y el sonido de la guerra que insomnes nos dejaba algunas noches, hasta el punto que mi tía pensara que los meses duraban más de lo normal, pero se confortaba con ponerse todas sus joyas, su mejor vestido y sentarse frente al gran espejo de la sala cada noche, esperando a que la muerte la encontrara como siempre había vivido. No venían muchas personas a visitarnos, solo algunos militares pidiéndole apoyo a mi abuelo o algunos familiares lejanos que viajaban para celebrar el aniversario de la familia, el resto del tiempo caminábamos en las sombras, y aunque fui al colegio, mi abuelo se encargaba de enseñarme sobre los valores de la patria, Newton y Aristóteles y por supuesto sobre unicornios, sirenas y los viajes de Marco Polo. Pero disfrutaba las salidas a la plaza de la mano de mi abuelo y que los ilustres hombres se quitaran el sombrero a nuestro pasó; mi abuelo no los miraba ni les hablaba, solo caminaba muy recto, con su traje de gala y luciendo en su gran pecho la bandera de la patria. No hablaba mucho, ni mencionaba por que la abuela ya no estaba con nosotros, cada vez que intente saberlo de su boca, se quedaba en un trance aterrador, donde las imágenes carcomían su frágil cerebro apunto de detener sus pensamientos. Después de aquella tarde, donde danzo al sol sobre la banca donde amaino su sutil cambio de actitud, ya su mundo en un lodoso pantano se trasformó. Ya no bajaba de su cuarto, allí permanecía día y noche, ahogándose en ese mar de voces que le llegaban de su interior. Habíamos perdido la esperanza de que llegaría un rayo de paz, la muerte amenazaba con aumentar su vomito de sangre sobre nuestras cabezas, y ya mi abuelo no se paraba frente a la puerta principal para defenderla. Por sus ineficaces clamores, sus ojeras habían adoptado un color violáceo que le cubría medio rostro, opacando su maniaca sonrisa de la que un día mi abuela había enamorado. El día que decidí subir a verlo a su cuarto, ese día lo encontré en el suelo, vestido con su traje de gala, quien sabe hace cuanto estaría así. Tome su cabeza entre mis brazos, mientras susurraba mi nombre, Emma, el mismo nombre de mi abuela. En ese momento sus ojos se partieron y comenzaron a llover lágrimas que golpeaban con tiranía sus mejillas y decía que el sol se había llevado su alma, era tiempo de marcharse, que mi abuela lo esperaba en la entrada, y levemente sentí como su cuerpo se enfriaba sobre el mío, dejándolo y huyendo al viento.


La historia que le dio vida a Los Baldiri del Mar, pueden darse cuenta de como sera, pero los nombres cambiaran. Gracias.

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